Va de mi relación con la música.

Y es que no soy de esos tipos a los que les gustan ocho o nueve grupos y va a muerte con ellos. Tampoco de los que piensan que el mayor fan de un grupo es el que se sabe todas sus letras. Pero, sobre todo, para mí la música no es sólo una forma de pasar el rato, o de ir andando, en bus o en metro tú solo entretenido. Para mí es mucho más.

La música para mí no es entretenimiento. Es lo que es, arte. Son acordes y letras capaces de albergar todo un sentimiento -o incluso varios- en sólo tres minutos. Con un subidón en una canción algo lenta los músicos son capaces de trasladarte de la más profunda miseria a estar rozando el cielo. Lo bonito de la música es que casi todos la subestiman, pero que es capaz de salvar vidas.



Es el arte más versátil y que más puede llegar a transmitir. A través de ella vuelan protestas, elogios, insultos, declaraciones, historias, etc.; y es capaz de hacerte llegar cualquier sentimiento incluso sin letras, sólo con el simple vibrar de las cuerdas de una guitarra o el sencillo sonido de una armónica.

La primera vez que me llenó una canción fue con Linkin Park. Ya los había oído antes, pero en esa época de rabia contenida, de furia, me sirvió para desahogarme y sentirme mucho mejor. Me pareció increíble lo que hizo conmigo el poner un CD en un ordenador y escucharlo. Desde entonces, empecé a comprender muchas más canciones: The Who, Nirvana, The Cure, Muse, The Get Up Kids, Ryan Adams, Joy Division... Y fue en aquel momento cuando comprendí que ya no quería escuchar música, necesitaba sentirla.



Desde entonces ha pasado mucho tiempo, mucha gente ha llegado a mi iPod, ninguno se ha escapado aún. Nuevos grupos. Nuevos discos. Nuevas canciones. Nuevos vídeoclips. El mismo furor. La misma ansia. La misma forma de sorprenderme. Y, al fin y al cabo, la vida trata de eso, de sorprenderse. Y mientras esto lo siga haciendo, no lo dejaré de lado.